Profesores antisistema (de ocasión) en el sistema de la educación pública española
Enrique G. Souto
Lugo, 4 de septiembre de 2020
“Verse a sí mismo suele ser un buen estímulo del sentido del humor”, dijo el escritor argentino Bernardo Verbitsky, que un día inventó la denominación “villa miseria”, de tan largo recorrido. En la función pública española hay abundancia de funcionarios y funcionarias que, con un sentido del humor que no se aplican a sí mismo (en una pena que no lo hagan: no dejarían de reírse), dicen estar en desacuerdo con las decisiones de la autoridad de su ramo porque ellos son, según propia definición, “antisistema” y sienten que se vulneran sus derechos. Y así rizan el rizo y justifican, siempre que lo consideran menester, su intención de hacer lo que les peta y parece frente a las decisiones de la autoridad profesional, académica en el caso que nos ocupa. Es algo que se ve cuando las circunstancias son adversas y exigen de cada uno un plus de esfuerzo profesional. La covid-19 ha destapado a muchos de estos funcionarios flojos, cómodos y acogidos a la condición de antisistema para no hacer lo que tienen que hacer; mejor dicho, para hacer mal y protestando, como siempre, lo que tienen que hacer, porque, el prototipo de estos gomosos funcionarios, es, por definición, cobarde y dado a decir diego donde dije digo en cuando la autoridad competente se pone seria. El área de Educación está plagada de individuos e individuas así.
La covid-19 está destapando a numerosos antisistema de ocasión en el sistema educativo español, en general, y gallego en particular. Son elementos fácilmente distinguibles, entre otras cosas, porque, incapaces del menor esfuerzo, lo son también para confundirse con el terreno. Incluso se hacen notar. Estos antisistema de pacotilla instalados en el corazón del sistema –(¿se puede ser menos antisistema que ejerciendo como profesor que imprime en sus alumnos las pautas esenciales del sistema?) son sujetos (ellos y ellas) de una vulgaridad extraordinaria y de una simplicidad desarmante. Al final, ser antisistema, según parece, no es más que la manera de decir que no están dispuestos a esforzarse lo que exigen las circunstancias y que por nada del mundo reducirán el tiempo que habitualmente dedican a pedalear, masajear su ego o exprimir su onanismo elemental. Son, ya se ve, más que antisistema, que es una opción muy respetable si se asume con coherencia (no es coherente declararse antisistema y vivir del Estado dedicado a enseñar la cultura y valores del sistema), personajes que propenden a la vagancia, la estulticia y aficionados en demasía al arte de estudiar su propio ombligo.
En estos días, quienes tratan de ordenar la vida en los centros educativos gallegos tropiezan con no pocos de estos antisistema de ocasión. Visto lo visto, se me ocurre que tal vez no estaría de más que, junto a las PCR, se aplicase un test antisistema. Si en algunos países preguntan al visitante si pretenden atentar contra su presidente, por qué no preguntar en Galicia al aspirante a profesor: “Oiga, ¿es usted un antisistema?”. Si no lo es, pase, si reúne los requisitos; si lo es, quédese, como corresponde, fuera del sistema. Y si miente, y resulta que después, oportunistamente, se define como antisistema cuando es preciso arrimar el hombro, ábrasele la puerta de la calle, póngasele sobre la acera y cúbrase su puesto con alguien que cree en el sistema, es solidario y tiene capacidad de esfuerzo. A estos buscadores de gangas laborales hay que enseñarles que los imitadores de Groucho Marx, en lo que a principios se refiere, (“estos son mis principios, pero tengo otros”) no son admitidos en el cuerpo de profesores de un país solvente. Y si, por error, se cuelan debe dárseles la oportunidad de conocer qué supone vivir al margen del sistema. Así pondrán comprobar cómo andan de sentido del humor. Con ellos, como diría Jardiel Poncela, “en la vida social, las conversaciones más interesantes empiezan siempre cuando tienen que concluirse”. Pues eso.