«O meu», el virus más letal de la sociedad española
Lugo, 16 de febrero de 2020
Enrique G. Souto
La sociedad española, hoy tan desvertebrada como siempre, quizá aún más que en otros momentos del pasado, no parece consciente de la rapidez con la que se aflojan los tendones que aún le permiten identificarse como sociedad. Los síntomas están a la vista de cualquiera, hasta el punto de que son muy pocos los que no los ven, pero es mayoritaria la tendencia a ignorarlos. Y así resulta imposible atender el aviso de Camus en cuanto a que «puede que lo que hacemos no traiga siempre la felicidad, pero si no hacemos nada, no habrá felicidad». Los síntomas de que la sociedad se licua son más que abundantes y visibles. La disposición individual al esfuerzo para contribuir al interés general es tan escasa como creciente es la defensa de lo individual frente a lo colectivo. Ocurre en todos los ámbitos, desde los asuntos propios de las comunidades de vecinos a las cuestiones que tienen que ver con la defensa de los intereses nacionales. Y así resulta imposible mantener en buenas condiciones y con garantía de futuro el edificio comunitario, ya sea este el bloque de pisos o la propia Patria. Si la decisión es consciente, nada habría que objetar, porque la historia demuestra que las sociedades también se suicidan; pero, por si en tal decisión no mediase consciencia, sirva a modo de aviso lo que aquí se dirá.
Un amigo me recuerda con frecuencia lo que solía afirmar otro amigo común, hombre con amplia experiencia en la política gallega, por la que siempre transitó con el sano escepticismo de aquellos que de verdad cultivan su inteligencia. «Aquí –decía- cada un vai ao seu, menos eu…que vou ao meu». Y es cierto que esa es la máxima que guía al común de los mortales. La clave para interpretar en sentido social tal afirmación reside en el “meu”. Si por “meu” quiero entender solo aquello que me atañe únicamente como individuo, y se impone esta opción, entonces la sociedad se hará tan líquida, insolidaria e invivible como grande sea el porcentaje de población que viva de acuerdo con dicha interpretación. Pero el “meu”, lo mío, mis cosas, mis intereses, pueden incluir todo aquello que atañe a la sociedad de la que formo parte. Cuando es así, las sociedades amarran el futuro. Algo así ocurrió a finales de los años 70 del siglo pasado e hizo posible la Constitución de 1978 y décadas de desarrollo y progreso como nunca había conocido España. Pero hace tiempo que en el “meu” de un excesivamente alto porcentaje de la ciudadanía española desaparece a pasos agigantados el componente social. Un paseo por cualquier ciudad permite observar los síntomas, muchos de ellos directamente relacionados con la falta de civismo, que son la mejor demostración de lo poco que importa el otro.
Aún está relativamente reciente la encuesta efectuada en Francia para pulsar la opinión de los ciudadanos con respecto a la reimplantación del servicio militar obligatorio. Los resultados, sin demostrar euforia ante la iniciativa, sí dejaron claro que hay un muy alto porcentaje de la población francesa que mantiene el sentido de lo colectivo. El cronista tuvo la ocurrencia de comentar en su entorno la iniciativa francesa y de su minúscula y particular encuesta sacó en conclusión lo que después vio demostrado en Cataluña al insoportable calor de los incendios: que el Ejército es ese servicio al que se llama cuando todo arde alrededor pero al que muy pocos, al margen de sus profesionales, están dispuestos a dedicar unos meses de su vida como servicio a la sociedad de la que forman parte. Ya ven, el “meu” no es el “meu” que integra al otro, sino el del exclusivo interés personal. Es el mismo impulso que mantiene sentado al joven saludable en el asiento reservado del transporte público mientras viaja de pie quien debería de estar sentado; el mismo que empuja al dueño de chucho que no recoge los excrementos de su mascota y, también, el mismo del que, ahíto de alcohol y madrugada, se dedica a arrancar y volcar papeleras. Es también el mismo que propulsa al que no ve inconveniente alguno en parar su coche en doble fila por más evidencias que tenga de lo mucho que está molestando; el mismo del que culebrea en la cola para avanzar varios puestos sin esperar su turno. Es el mismo impulso del padre que, llamado por el profesor para avisarlo de que su hijo no va por buen camino, acaba por culpar al docente de todos sus problemas. Es el mismo impulso que debió de apreciar Hobbes cuando dijo aquello del hombre es el lobo para el hombre. Cuando se generaliza el más egoísta sentido del “meu”, las sociedades comienzan a licuarse. Pues en eso está la sociedad española, tan desvertebrada, o más que ayer. En la rapidez en la que se extiende el “meu” entendido en la más corta y pobre de todas sus acepciones posibles reside un peligro cierto para la convivencia y la prosperidad. No está demás volver a Ortega, que dejó apuntado lo de yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo. La sociedad española no le hizo caso y ocurrió lo que ocurrió. ¿Lo recuerdan? Pues eso, que ya avisó Camus que «si no hacemos nada, no habrá felicidad».