Ahorradores ninguneados por la banca que mueve los hilos de la política

Lugo, 29 de junio de 2019

Enrique G. Souto

Si un ejecutivo bancario americano dice que un «banquero es una persona dispuesta a hacerte un préstamo si puedes probar que no lo necesitas» es cosa de creerlo. Sí, la afirmación de Herbert V. Prochnow (1897-1998), también escritor y maestro de ceremonias, no tiene discusión. Es un resumen extraordinario de lo que significa la banca para el común de los ciudadanos, especialmente tras la reciente y salvaje revolución capitalista a la que se le llamó crisis. Se mire como se mire, Prochnow definió con exactitud el espíritu de la banca y de los banqueros. Repare, lector, en su entorno inmediato y verá como es así. Y no solo en lo que se refiere a los créditos.

    Una mañana cualquiera, en una oficina cualquiera, el  ciudadano español tiene la posibilidad de experimentar esa forma, nada sutil, de humillación a la que es sometido en casi cualquier sucursal, de casi cualquier entidad bancaria. Para empezar, las plantillas de trabajadores han sido reducidas al mínimo. Tan es así, que en algunas entidades, cada vez más, no atienden en caja a partir de una temprana hora matinal. Alguna hay que reduce tal atención al cliente a una sola de sus oficinas en ciudades de cien mil habitantes y más. Y ya puede el usuario apañárselas con los cajeros, sepa o no sepa manejarse con ellos. Las cuentas de resultados mejoran a medida que se reducen los costes de personal y eso es lo que cuenta. ¡Qué importa el cliente!

    Y qué pasa con el pago de recibos no domiciliados. A las entidades «colaboradoras» de las instituciones que aplican los tributos a recaudar les viene muy bien el ingreso de unos dineros con los que tienen la posibilidad de operar durante cierto tiempo. Pero, eso sí, salvo que el cliente/contribuyente, convertido en un samurai de la protesta a fuerza de sentirse explotado, monte en cólera y amenace con movilizar a los otros indignados, le dirán que solo es posible efectuar los pagos hasta tal hora, siempre temprana, de la mañana. Y al que no le guste, que domicilie el recibo, que ya se encarga el banco, siempre generoso, de efectuar el abono en la correspondiente cuenta institucional.

    –Oiga, y ¿por qué no me paga nada, pero nada, por el dinero que tengo en este banco y con el que usted negocia?

–Échele la culpa a la deflación, a los tipos de interés, a la política del Banco Central Europeo…. Que no, que no se le paga más. Su perfil de usuario de banca es extraordinariamente conservador y no quiere arriesgar ni un euro; por tanto, su depósito, a interés cero. Y gracias.

    El diálogo que queda reseñado, tan inventado como ajustado a la realidad, es bien conocido por millones de usuarios de los servicios de banca. Y sería tolerable si, al mismo tiempo, las entidades bancarias no cobrasen (lo intentan con frecuencia) por la prestación de algunos servicios básicos y pesase la amenaza (pronto dejará de ser un amenaza y será un hecho) de que el usuario deba pagar solo por tener su dinero depositado. Y es en estas cuando al ciudadano/contribuyente se le dispara la bilis pensando en los políticos y las políticas que, mientras perciben sustanciosísimos emolumentos por ocupar sus puestos, permiten que la banca abuse, siempre legalmente, claro, de los sufridos y torturados ciudadanos de a pie. Por eso, además de por otras muchas causas, los ciudadanos aborrecen cada vez más a los políticos y descreen de esa guerra por otros medios que es la política; política y banca encaminan así al mundo hacia la otra guerra, la que duele en la carne y permite el crecimiento de grandes imperios económicos. Ocurrió y volverá a ocurrir; Trump, esa nueva anomalía norteamericana, lo intenta con ganas mientras la economía de los ricos crece y crece y la banca gana más y más.

    El gran Mark Twain (1835-1910) aseguró: «Un banquero es alguien que os presta un paraguas cuando el sol brilla y os lo reclama al caer la primera gota de agua». Es una definición tan válida hoy como lo fue en su día. Y es así gracias a la política, gracias a los políticos apesebrados. A ellos cabría decirles, con Melville, «no  existe espectáculo más triste que el de un capitán que sólo ejerce nominalmente el mando». Sí, es un triste espectáculo el de la política sometida, mundo adelante, al capitalismo más salvaje. Sometida a la banca. ¿O no?